Por Víctor Albarracín Llanos

Cali, septiembre 14–21, 2020

 

El territorio no puede resignarse a la condición de ser un pedazo de tierra, terreno a secas heredado y destinado al engorde de las vacas y de los terratenientes. El terreno se demarca, se apropia, se rodea con un cercado o se construye allí un monumento que usurpa la historia del lugar para legitimar la ficción que permite el dominio de un poder ilegítimo en contra del pueblo. El terreno es la herida abierta en la piel del desposeído, del colonizado, del pobre. El territorio, en cambio, se desalambra, se abre, se teje, se invoca. Es el fruto de una resistencia sin final, es la negociación sin bonos ni títulos de propiedad, pacífica o en abierta insumisión. El territorio es la suma de todas las formas de lucha desplegadas al tiempo en un lugar. El territorio no es de nadie, pero acoge las vidas de quienes no han tenido solaz y por eso buscan su liberación, pues la liberación del territorio es la liberación del pueblo.

 

El día 16 de septiembre, la comunidad indígena Misak realizó en Popayán un juicio simbólico contra el conquistador cordobés conocido con el alias de Sebastián de Belalcazar, a quien condenaron por genocidio, despojo y acaparamiento de tierras. Como consecuencia de este juicio histórico, la comunidad se desplazó a la cima del morro del Tulcán, en realidad una antigua pirámide construida hace unos diez siglos por los pueblos que habitaban la zona, donde la élite mestiza de la ciudad dispuso, en 1937, una estatua ecuestre de Belalcazar que la comunidad procedió a derribar, tras 83 años de ocupación ilegítima. Como respuesta, el gobierno de la ciudad de Popayán, del departamento del Cauca y del orden nacional ofrecieron recompensa a quien dé información que lleve a la captura de quienes derribaron la estatua, alegando uso de la violencia y destrucción del patrimonio público. Cientos de voces en redes sociales se han arrogado la responsabilidad por los hechos, usando el lema “Alcalde, fui yo. Yo la tumbé”. Y quizás sea así, quizás todos hicimos de forma indirecta que el pueblo Misak tumbara este símbolo de oprobio, pero el riesgo para las vidas que están en juego no puede matizarse con una frasecita escrita desde la comodidad de nuestros hogares, desde nuestras vidas dóciles y dependientes de ese “aparato productivo” que ayudamos a sostener más allá de sus posibilidades reales. Si de verdad hemos sido nosotros quienes tumbamos la estatua, deberíamos también ayudar al desplome de la estructura de poder que ese hombre blanco, propietario y a caballo representa.

 

El gesto de la comunidad Misak revirtió un pedazo de tierra en territorio, eliminó del lugar, en el gesto doble del juicio y del derribamiento de una estatua, el peso simbólico del exterminio español a los pueblos originarios, reactivó el campo electromagnético de una pirámide ritual y situó, en el punto más alto de la ciudad, la promesa de un tiempo sin más tiranos ni latifundistas. Hoy, mientras escribo esto, el país despierta a un llamado, a un toque de corneta, a la necesidad perentoria de defender el territorio, mancillado día y noche en nombre de abstracciones como patria, Estado y país. ¿Quién quiere hoy este Estado? ¿A quién le sirve la patria? ¿De qué país hablamos si el gobierno abusa y la sociedad se doblega? Sólo hacer de esas abstracciones un territorio real, definido por un reclamo que dé espacio y posibilidad a todas las formas de vida nos va a permitir vivir, tejer nuestras vidas en la potencia infinita y no en el acato ciego a la potestad de quienes abusan en nuestro nombre diciendo gobernar.

 

De distintos modos, las imágenes son susceptibles de mostrar otras posibilidades de mundos, mundos que empiezan por ser imaginados. Toda imagen que desestabiliza un sistema de creencias —basado en la legitimidad del monopolio del poder ostentado por el gobierno y las dirigencias— es útil a la causa de los pueblos que luchan por y se definen en la liberación del territorio. Sin embargo, la lucha por esa liberación no puede consistir simplemente en la rotación de imágenes variadas en las pantallas de nuestros dispositivos, la lucha no puede quedarse en el ejercicio de una u otra forma de simpatía por la causa popular. La imagen necesita carne, cuerpo, masa y voz. Tejer nuestra libertad requiere manos, plegarias y peleas, precisa de nuestra exposición al veneno y a la oscuridad que sincronizan nuestro ritmo vital con los ciclos de la luna para hacernos, nosotros mismos, territorio en constante disputa, en un proceso permanente de reforma, de redefinición, de nueva asociación, de interacción con otras fuerzas y con otros ritmos, con la cacofonía de las voces mezcladas en un clamor que redefine el espacio, la lengua y el suelo que pisamos, por el que luchamos y el que, en últimas, contiene los cuerpos de quienes murieron peleando y que, ahora, nutren la tierra y el espíritu para que podamos seguir avanzando.

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